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Manuel Azaña
Javier Paredes
No soy nada partidario de conceder a los masones mayor protagonismo del que les corresponde en la Historia. Es más, el recurso a los masones en muchas ocasiones es la coartada del historiador perezoso. En este caso el investigador renuncia a seguir trabajando en el archivo, porque si todo se explica por la existencia de una organización secreta y oscura que no deja huellas, es inútil seguir desatando el balduque de los legajos. Algo así como quien esconde las barreduras debajo de la alfombra, para ahorrarse el esfuerzo de tener que agacharse con el recogedor.
Ahora bien, poner a las organizaciones secretas en el lugar que les corresponde en la Historia, no nos puede conducir a la ingenuidad de afirmar que no actúan o que no existen. Claro que existen las sociedades secretas y, por supuesto, que actúan. No hace falta tener los ojos muy abiertos para detectar que en España no sólo maquinan los masones, sino también otra sociedad secreta denominada el Yunque, que cuenta con importantísimos recursos económicos y trata de controlar la sociedad eclesiástica y política, camuflando a sus miembros y a sus siniestras intenciones bajo la capa de instituciones que dicen defender la regeneración de la sociedad civil, la vida y la familia. Y cuanto hay datos y, sobre todo amigos que cantan la Traviata tras abandonar la organización secreta del Yunque, no se puede negar lo evidente, por más que los yunqueros disfrazados de líderes sociales juren y perjuren que no pertenecen al Yunque.
Por eso hoy el protagonista del día es Manuel Azaña, que el 2 de marzo de 1932 ingresó en la masonería. Servidor no tiene amigos ni masones ni exmasones que me lo hayan contado, como sí que lo han hecho los exyunqueros, pero como Azaña cantó su particular Traviata en sus memorias, no hace falta tener amistades con los de esa secta para saber lo que pasó, basta con saber leer. Azaña lo cuenta así:
“En la ceremonia del miércoles, enorme concurrencia. No se cabía en los salones de la calle del Príncipe. No me importó nada aquello, y durante los preliminares estuve tentado de marcharme. Había cuatro ministros, y Barcia con una cadena de oro. Martínez Barrio que es gran gerifalte de la casa no asistió; quizás por los resquemores de estos días”.
Sin duda que del texto de Azaña se desprende un despego despreciativo, generado por su mente fría y racionalista. Es evidente que para el modo de ser de Azaña, aquellas ceremonias iniciáticas tuvieron que suponer una gran humillación, pero como en esos momentos necesitaba el apoyo de los radicales, que en su mayoría pertenecían a las logias, el interés político se impuso al orgullo personal.